(OSV News) -- "Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti". Las famosas palabras de San Agustín dirigidas a Dios introducen su relato de cómo un joven testarudo y autoindulgente se convirtió en uno de los pensadores cristianos más importantes de todos los tiempos y en un santo, además de en el padre de la orden agustina, a la que pertenece el Papa León XIV.
Lo que sigue --la historia de la conversión de San Agustín, tal y como él mismo la cuenta en sus "Confesiones"-- es en sí misma un hito en la historia espiritual y literaria occidental.
Sin embargo, no busques aquí un autorretrato halagador. Como explica uno de los muchos traductores de este libro, las "Confesiones" se escribieron en gran parte "para persuadir a los admiradores de Agustín de que cualquier cualidad buena que tuviera era gracias a la gracia de Dios, que tantas veces lo había salvado de sí mismo". En esto, claramente, este escrito supera incluso las esperanzas del autor.
Nació en 354 en Tagaste, una ciudad romana situada en lo que hoy es Argelia. Su padre, llamado Patricio, era pagano, terrateniente y funcionario de menor rango; su madre, Mónica, era una mujer cristiana devota que finalmente convenció a su esposo para que se convirtiera al cristianismo. Reconociendo la dotación intelectual de su hijo, sus padres lo enviaron, cuando era adolescente, a estudiar a Cartago, descrita por Agustín como "un caldero hirviente de lujuria", donde se entregó a sus propias pasiones, tomó una amante y tuvo un hijo al que llamó Adeodato, que significa "dado por Dios".
A pesar de todo ello, era el mejor de su clase en retórica, una disciplina importante en aquellos tiempos, cuando la capacidad de hablar bien era una herramienta esencial para ejercer la abogacía, ocupar cargos públicos y muchas otras actividades. Sin embargo, a los 19 años leyó un libro del estadista y filósofo romano Cicerón que le impulsó a emprender la búsqueda de la verdad. Entonces comenzó un tira y afloja que le atormentaría durante años. "Concédeme la castidad y la continencia, pero todavía no", rezaba.
Mónica se había encargado de que se convirtiera en catecúmeno cuando era niño, pero, como era habitual en aquella época, su bautismo se pospuso hasta más tarde.
Ahora, al leer la Biblia y descubrir que no estaba a la altura de sus sofisticados gustos literarios, Agustín se volvió hacia los maniqueos, una secta popular conocida por sus "deslumbrantes fantasías" sobre los orígenes del mal. Horrorizada, su madre le rogó a un obispo cristiano que le dijera al joven que rompiera con ellos.
"Déjalo en paz", le aconsejó. "Él mismo verá sus errores".
El obispo tuvo razón. Cuando un líder maniqueo llamado Fausto, con fama de sabio, visitó Cartago, Agustín le interrogó largamente y lo encontró intelectualmente superficial. Aun así, pensando que no tenía nada mejor a lo que recurrir, Agustín siguió vagamente asociado con los maniqueos.
Después de haber enseñado retórica en Tagaste y Cartago y de haberse disgustado allí por el comportamiento ruidoso de los estudiantes, el joven se trasladó a Roma para enseñar en 383. Al año siguiente, le ofrecieron un atractivo puesto de profesor en Milán, que en aquella época era la sede del gobierno imperial, y se trasladó allí.
También conoció al obispo local, Ambrosio, y comenzó a asistir a la iglesia para escucharle predicar, no por el mensaje de las homilías, sino por su estilo literario. Sin embargo, al cabo de un tiempo, el mensaje de este futuro santo también comenzó a calar en él. Tanto es así que Agustín rompió definitivamente con los maniqueos. Pero, a pesar de sentirse cada vez más atraído por la fe cristiana, dudaba por miedo a equivocarse de nuevo. Además, había otros lazos que no quería romper.
"¿Por qué lo pospongo?", se preguntó al cumplir los 30 años. "¿Por qué no abandono mis esperanzas mundanas y me entrego por completo a la búsqueda de Dios y a la vida de la verdadera felicidad?". Pero ya sabía la respuesta: "¡No tan rápido! Esta vida es demasiado dulce. Tiene sus propios encantos". La estima mundana, el matrimonio con una mujer rica y una sensualidad respetable... Disfrutando de una vida así, se dijo a sí mismo, tal vez incluso encontraría un poco de tiempo libre para dedicarse a actividades intelectuales.
Gracias a los esfuerzos de Mónica, se comprometió a casarse con una joven de buena familia, pero como la chica era menor de edad, su matrimonio se pospuso por dos años. Rompió con su amante, y ella regresó a África. Pero su "enfermedad de la carne" persistió y tomó una nueva amante, incluso mientras luchaba con perplejidades teológicas sobre la naturaleza de Dios.
Agustín, en resumen, padecía una aflicción nada infrecuente en las personas superinteligentes: confiar en el intelecto para resolver sus problemas y disipar sus dudas, en lugar de recurrir a Dios y ponerse incondicionalmente en sus manos.
Entonces dio lo que resultaría ser un paso decisivo: comenzó a leer y a reflexionar sobre las epístolas de San Pablo.
Las palabras del ferviente converso que se autodenominaba "el más pequeño de los apóstoles" causaron una profunda impresión, y la alabanza de Pablo a la continencia como forma de vida le impactó especialmente. Sin embargo, Agustín seguía siendo un hombre de "dos voluntades... una sierva de la carne y otra del espíritu".
En agosto de 386 se encontraba alojado en la villa rural de un amigo rico con su madre Mónica y su íntimo amigo Alipio. Un día, atormentado por preguntas y dudas, Agustín salió al jardín y allí, llorando amargamente, se arrojó bajo una higuera. De repente, oyó lo que parecía la voz de un niño cantando una y otra vez el mismo estribillo: "Toma y lee, toma y lee".
Agustín describe lo que sucedió a continuación:
"Levanté la vista, pensando intensamente si había algún tipo de juego en el que los niños solían cantar palabras como estas, pero no podía recordar haberlas oído antes. Contuve el torrente de lágrimas y me levanté, diciéndome a mí mismo que esto solo podía ser una orden divina para abrir mi libro de las Escrituras y leer el primer pasaje. ..."
"Había dejado de lado el libro que contenía las epístolas de Pablo. En silencio, leí el primer pasaje (en el capítulo 13 de la epístola a los romanos) en el que se posaron mis ojos: ‘Nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias’. No deseaba seguir leyendo. ... Fue como si la luz de la confianza inundara mi corazón y toda la oscuridad de las dudas se disiparon".
Al regresar a casa, le contó a Mónica lo que había sucedido. "Ella se llenó de júbilo", escribió, aún dirigiéndose a Dios, "porque vio que le habías concedido mucho más de lo que solía pedir en sus oraciones llorosas y sus lamentos lastimeros. Tú me convertiste a ti".
Agustín, Alipio y Adeodato fueron bautizados el siguiente Sábado Santo. Mónica, con su sueño cumplido, murió en otoño. Agustín regresó a Tagaste, y Adeodato, que lo había acompañado, murió poco después. Agustín vivía una especie de monacato laico cuando el obispo de Hipona lo convenció para que se ordenara sacerdote. En 396, se convirtió en asistente del obispo. Al año siguiente, le sucedió como obispo de Hipona.
Durante las tres décadas siguientes, además de sus deberes pastorales, escribió prolíficamente, componiendo una serie de estudios teológicos y bíblicos, así como miles de cartas y homilías. El 28 de agosto de 430, con los guerreros vándalos sitiando su ciudad, murió.
Las dos mayores obras literarias de Agustín son "Confesiones" y la monumental obra "La ciudad de Dios", un texto fundamental durante la Edad Media que todavía se lee con aprecio. Pero las "Confesiones" ocupan un lugar único como la primera autobiografía verdadera: un relato apasionante de la lucha de un hombre genial con orgullo intelectual y lujuria profundamente arraigada antes del punto de inflexión en el que se puso sin reservas al servicio de Dios.